2013 Martxoaren 10.
http://gara.naiz.infoNo es nada nuevo escribir sobre el Sahara Occidental. De ninguna
manera. Todos conocemos, en mayor o menor grado, la existencia de una
situación de ocupación de dicho territorio por el régimen marroquí. En
ese contexto de colonización, las escalofriantes condenas impuestas a los
saharauis acusados de participar en los incidentes tras el asalto al
campamento de Gdeim Izik tampoco son nada nuevo. Ponen de manifiesto,
una vez más, la verdadera cara del régimen alauita. Su verdadero rostro,
el de la sangre, la usurpación, la tortura.
Gdeim Izik fue la respuesta popular a la burla histórica en la que se
ha sumido al Pueblo saharaui, un pueblo al que la ONU reconoció un
derecho de autodeterminación que nunca termina de llegar por el continuo
juego sucio del Estado marroquí y la permisividad internacional.
Si bien tras el alto al fuego decretado en 1991 se han producido
varios levantamientos populares (intifadas de 1999, 2005…), Gdeim Izik
fue la mayor expresión colectiva de hartazgo, de desobediencia, de digna
intransigencia frente a tanta ignominia. El campamento que comenzó a
montarse de forma espontánea el 10 de octubre de 2010 en las afueras de
El Aaiún llegó a reunir a más de 20.000 saharauis que, de esta forma,
expresaban su negativa a aceptar una ocupación que les niega como pueblo
y les relega a ser ciudadanos de segunda frente a los colonos
marroquíes llegados expresamente para colonizar, también
demográficamente, su territorio. Aquel campamento supuso un hito en la
resistencia a la ocupación. Dos afirmaciones reflejan bien su
significado.
La primera, en boca de muchos de los participantes, al indicar que en
Gdeim Izik, campamento organizado y gestionado colectivamente por los
saharauis, se respiraba libertad, en contraposición al Estado policial, a
la cárcel a cielo abierto que supone El Aaiún y demás ciudades del
Sahara ocupado.
La segunda afirmación es de Noam Chomsky, que calificó a Gdeim Izik
como la primera manifestación de lo que se ha denominado «Primavera
árabe», si bien oportunamente desdibujada y relegada a un segundo plano
por los grupos mediáticos al servicio del sistema para no cuestionar la
ocupación marroquí.
La madrugada del 8 de noviembre de 2012 el campamento fue asaltado
por las fuerzas represoras marroquíes (puede observarse el asalto en
varios vídeos disponibles en internet). Fruto de dicha intervención,
varios saharauis resultaron muertos así como algunos miembros de las
fuerzas represivas. La oleada de allanamientos y detenciones posterior
al asalto duró semanas, durante las cuales centenares de personas fueron
detenidas y muchas de ellas torturadas. Algunos saharauis que estaban
siendo buscados lograron esconderse o escapar al exterior, pero otros
muchos fueron encarcelados. De ellos, 28 fueron juzgados a primeros de
febrero tras permanecer más de dos años en unas durísimas condiciones de
reclusión en la prisión de Salé, cercana a Rabat, a 1.100 km de El
Aaiún. El 16 de febrero se hizo pública la sentencia en la que se
condena a 9 de ellos a cadena perpetua, a 4 a 30 años de cárcel, a 7 a
25 años, a 3 a 20 años y a otros 2 a una pena computable por el tiempo
pasado en prisión.
Estas condenas ejemplarizantes reflejan la naturaleza del régimen
alauita, pero no por conocida esta dejan de ser tremendamente
indignantes. Tan indignante como la postura de los estados cómplices del
régimen marroquí, colaboradores necesarios para que la afrenta
histórica de la ocupación del Sahara así como el podrido andamiaje de la
monarquía alauí se mantengan hoy en día. Los acuerdos comerciales
(muchos de ellos, como los relacionados con la pesca o los fosfatos,
basados en el robo de los recursos saharauis) y la venta de armas al
régimen marroquí (llevada a cabo también por los sucesivos gobiernos
españoles saltándose sus propias leyes) son una pesada losa bajo la cual
se desangran los derechos humanos y los derechos de los pueblos.
Los abanderados de la democracia y las leyes, los Estados Unidos, la
Unión Europea y los más directos responsables, los estados español y
francés, son el verdadero sostén del verdugo. Como ejemplo clarificador
de las piruetas de estos educados «demócratas» se pueden comparar las
declaraciones de Felipe González cuando visitó Tinduff en 1976
(facilmente localizables en internet) y la postura mantenida por los
diferentes gobiernos españoles.
La pregunta que debemos hacernos es «y frente a esto ¿qué?, ¿qué es lo que podemos hacer nosotros?».
La solidaridad con el Pueblo saharaui está muy enraizada en muchos
pueblos del mundo, entre ellos el vasco. Se han llevado a cabo desde
hace décadas multitud de acciones en solidaridad con dicho pueblo.
Recibir niños, enviar materiales y alimentos a los campamentos de
refugiados, organizar caravanas como la que hace unos días partió de
Euskal Herria hacia Tinduff… Iniciativas llevadas a cabo desde la
solidaridad y la buena voluntad, sin duda, pero que deben llevar también
a una reflexión, por lo demás, extrapolable a otras muchas situaciones,
a otros muchos pueblos.
La opresión del pueblo saharaui tiene unos responsables, y el ser
solidario con dicho pueblo exige en primer lugar denunciarlos. El pueblo
saharaui tiene que comer, tiene que vestirse, tiene que sobrevivir en
medio del desierto, despojado de las tierras más fértiles y de sus
recursos naturales. Es cierto. Pero limitarnos a dichas dinámicas no
supone más que prolongar la agonía. No deja de ser una paradoja lo que
los propios saharauis nos contaban a la brigada internacionalista que
estuvo el verano pasado en El Aaiún acerca de que parte de la pesca
robada de los caladeros saharauis en base a acuerdos entre el Estado
marroquí y el Estado español llega luego enlatada a los campamentos de
refugiados como ayuda humanitaria. Eso sí, enriqueciendo en su proceso
de obtención y manufactura a empresas y élites políticas con pocos o
ningún escrúpulo.
El envío de productos y materiales puede tranquilizar la conciencia
de muchas personas pero no contribuyen en modo alguno a cambiar la
situación. No es algo casual que el propio sistema promocione y financie
incluso algunas de esas iniciativas a la vez que silencia cualquier
manifestación de solidaridad internacionalista que cuestione el orden
establecido, el sistema capitalista y toda su estructura derivada,
responsables en último término de la explotación de los pueblos, aquí y
allá. Cuando en un sistema tremendamente injusto la solidaridad se puede
ejercer cómodamente debemos preguntarnos si realmente sirve para algo.
Porque ese suele ser el límite de tolerancia.
La libertad de expresión, de asociación, de acción existe hasta que
pueda tener consecuencias. En ese momento se terminó el discurso de la
democracia. Los ejemplos históricos son innumerables, también en las
«democracias» europeas.
«Mejor hacer algo que no hacer nada» será la respuesta de algunos
ante tales planteamientos «maximalistas» y «alejados de la realidad»,
pero no deja de ser una contradicción flagrante estar intentando apoyar
al pueblo saharaui a la vez que aceptamos con toda normalidad ciertas
situaciones, como que el Estado marroquí sea considerado un estado más
con el que se puede tener relaciones comerciales, que productos
marroquíes se vendan (y se consuman) en Euskal Herria (algunos de ellos
de origen saharaui, aunque sean envasados en empresas situadas fuera del
Sahara para evitar posibles denuncias) o que Marruecos sea uno de los
destinos turísticos habituales de muchos vascos.
Sin una actitud de verdadera presión hacia el régimen marroquí y
hacia las instituciones, empresas y entidades que desde aquí posibilitan
la ocupación del Sahara, sin una postura de denuncia activa, podremos
estar muchos años intentando ejercer solidaridad políticamente correcta,
sin riesgos y subvencionada, pero el pueblo saharaui seguirá condenado a
cadena perpetua.
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